domingo, 28 de julio de 2013

El caso Neumann

El caso Neumann

Soy el doctor Jonathan Hersch, escribo esto en la fecha del nueve de septiembre de 1930, para dejar claro de una vez por todas lo relativo a la muerte del doctor Frédéric Poirot y lo acontecido en el castillo Neumann.

A finales de julio de éste mismo año, mi maestro y mentor Andrej Neumann estaba muriendo por el mal de la tuberculosis. Tomó la determinación de que se llamase a sus médicos y allegados de confianza de manera inmediata a su castillo, situado a las afueras de la hermosa ciudad de Praga. En aquel entonces, yo estaba ejerciendo en una clínica con uno de mis tíos en Berlín, pero al saber que mi querido mentor iba a fallecer, sentí la imperiosa necesidad de acudir a verle sin importar la circunstancia. Diez especialistas de medicina y siete criados nos hallábamos en sus aposentos, el dos de agosto de aquel día. Uno de sus amigos más respetados estaba en el dormitorio con él, preparando el suero y otra clase de útiles médicos. Cuando fuimos llamados, me apenó ver al señor Neumann en un estado tan lamentable: estaba pálido, arrugado y consumido por la enfermedad. Le oíamos respirar con dificultad. Me miró directamente a los ojos, y así permaneció durante un rato. Aquel día no desempeñé ninguna labor en especial salvo estar con mi maestro en su habitación en silencio, con la visita ocasional de otro doctor. No fue hasta el día siguiente cuando nos llamó a todos y nos explicó sus verdaderas intenciones.

Nos pidió (de hecho,sería más adecuado decir que nos rogó) que fuésemos cómplices de un experimento: debíamos mantenerlo vivo, costara lo que costara, el tiempo suficiente como para poder demostrar sus teorías. Según afirmaba este moribundo checo, nuestros cuerpos son sólo meros receptores de energía de algo mucho mayor, a lo que denominaba como el Núcleo, y una vez que morimos, nuestras consciencias vuelven de nuevo a él. Si le pudiésemos mantener en un estado entre la vida y la muerte, sería capaz de demostrar la existencia del Núcleo, y cuando ésto suceda, mantenerle estable para que nos lo pueda comunicar. Nos contó que durante varios meses había sido capaz de perfeccionar un movimiento que incluso podría ejecutar en un estado completamente catatónico: tamborilear con los dedos.

El plan fue rechazado por algunos de nosotros, que lo interpretábamos como una demencia. Pero su amigo de confianza, intentando contener las lágrimas, nos lo suplicó con todas sus fuerzas, por lo que terminamos haciendo caso. La primera semana no ocurrió nada particularmente interesante; nos encargábamos de que Andrej no muriera llenando una de sus bolsas de suelo con una extraña solución preparada por él mismo o inyectándole una jeringa que contenía el mismo líquido. La comida y el agua llegaban de forma regular a sus dependencias, y yo me pasaba el tiempo o bien atendiendo a mi antiguo mentor, paseando por los jardines de su castillo o hablando con el resto de compañeros. Mantuve alguna que otra conversación animada con el doctor Poirot, el viejo amigo de Neumann del que he venido hablando.

-¿Y bueno señor Hersch, qué opina de las teorías de Andrej?

-Para serle sincero, no sé si está demasiado loco, o más cuerdo que el resto de nosotros…

.No estaría tan confiado si supiera que en su historia hay algo de verdad. Me lo dijo una vez. Él pudo hablar con el Núcleo.

Al poco de terminar el primer mes del experimento, cuando estaba amaneciendo, uno de los criados gritó con horror, al traerle los alimentos a Andrej. Me vestí rápidamente, y el resto de médicos me acompañaron para ver que sucedía.

Fue en ese momento en el que mi mente se quebró, incapaz de comprender lo que estaba viendo.

Aquel ser sobrenatural tenía un cuello ligeramente alargado, formado de pliegues a través de la piel, como una especie de macabro acordeón. Parecía como si hubieran agarrado un cuchillo y le hubiesen cortado ambos lados de la comisura de la boca, alargándola por su cara. Sus dientes (pequeños, pero algo alargados) y sus finos labios aún permanecían en el centro. De su nariz solo quedaban dos fosas nasales parecidas a las de un esqueleto…y sus ojos. Cielos santo, sus ojos. Seguían siendo redondos, pero carecían de párpados y cejas, y eran completamente blancos, carentes de venas algunas. Rodeando cada globo ocular había una especie de capilares alargados, dándole a todo el ojo el conjunto de una especie de esfera visceral rodeada de tentáculos. Su cabeza tenía forma abombada, y la piel del cráneo (más bien, de todo su cuerpo) había pasado a ser una serie de escamas duras parecidas a la corteza vieja de un árbol, separadas por escasos centímetros. En esta separación, se podía ver el músculo, y algo inidentificable latiendo débilmente. Sus dedos tenían un aspecto esquelético. En conjunto, parecía una especie de grotesco anfibio.

Esta monstruosidad…era mi mentor,Andrej Neumann. Y estaba despierto, pues de nuevo me volvió a mirar.

Estuvimos haciendo turnos para vigilarle, nunca nos separamos de él. En un momento uno de los doctores, aterrado, le pregunto si quería que continuásemos con el experimento, y el simplemente movió la cabeza, haciendo una señal de afirmación.

Cuando creíamos que la pesadilla no podía alargarse más, las cosas fueron a peor. Su cama se había llenado de una especie de material orgánico puterfacto, parecido a una herida infectada. Sospechábamos que el material venía de mi propio mentor, por lo que el día 28 de agosto decidimos que había que terminar con su plan de una vez por todas. Estábamos todos los médicos y ayudantes agrupados a su alrededor, cuando le tomamos el pulso: se estaba muriendo. Comenzó a tamborilear con los dedos, primero de forma suave y luego cada vez más y más fuerte, haciendo cada vez más difícil el ignorarle. Todo su cuerpo comenzó a convulsionarse, y sus ojos se abrieron todavía más, lo que en un principio me resultaba imposible. Intentó vocalizar, pero sólo tosió sangre. Entonces nos dimos cuenta: se estaba despertando solo. Se incorporó de la cama de una forma brutal y agarró al doctor Poirot con una fuerza inhumanada, sacudiéndolo violentamente mientras el resto de la gente, paralizada por el terror, miraba la escena. Pero yo decidí tomar la iniciativa. Fui a una cómoda que estaba cerca y rebusqué entre los cajones algo que me pudiera servir para detener todo esto. Y entonces fue cuando encontré lo que buscaba en uno de los cajones: una pistola.

Apunté a lo que antes había sido un ser humano, que se detuvo de inmediato, y comenzó a hablar. Parecía como una especie de cántico ancestral, recitado en una cripta, y desde luego no sonaba en absoluto como su voz.

“No…puede…llevarme…me he hecho…”

Y entonces fue cuando estiró la boca todavía más, simulando una sonrisa. Había deformado tanto su expresión que incluso pude oír como el tejido de su propia cara se resquebrajaba, y terminó su reflexión, contemplándome fijamente.

“…eterno…”

Puse el dedo en el gatillo, y cuando iba a poner fin a lo que había sido un suceso ajeno a toda comprensión, el doctor Poirot, el único amigo que Andrej había tenido durante su demencia, se colocó en medio llorando. Pero fue demasiado tarde.

El primer disparo, que acompañé con un chillido de furia y frustración, fue al corazón de Frédéric, que cayó al suelo muerto de inmediato, y el siguiente fue al cuello de Neumann, que no salpicó nada de sangre. Sin embargo, no me contuve ahí, y volví a disparar, esta vez a su frente. Seguí con otros tres tiros hasta que me derrumbé cayendo de rodillas al suelo, sudando y temblando. Ninguno de nosotros dirigió la palabra, ni en aquel momento ni cuando enterramos a mi maestro en la tumba de su mausoleo, que se había asegurado de construir. La estatua de un ángel tapándose la cara condenaba aquel santuario silencioso. Enterramos a Poirot lejos de allí, en el cementerio de la ciudad, en plena noche. Después volví a Berlín y estuve varios días encerrado en casa, con las persianas cerradas, tratando de comprender lo que había sucedido. Todo parecía tan irreal, tan lejano…

Y entonces, finalmente, lo entendí: Andrej Neumann había alcanzado la inmortalidad: no estaba ni en el gran y oscuro vacío al que se va cuando se abandona este plano terrenal (tras lo acontecido, me niego a creer que existe alguna clase de Dios que haya permitido esta atrocidad) ni en el mundo de los vivos. Lo había conseguido, pero el Núcleo había exigido algo a cambio.

Su humanidad.

Quien lea esta historia quizás me tome como un loco, pero, conforme lo he pensado, el precio a pagar no es muy alto, comparado con la vida eterna.

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